BIBLIOTECALa biblioteca fue inaugurada en 1982, se encontraba en una de las dependencias de la Casa de la Cultura “Diego Hidalgo”, casa solariega del siglo XVIII. Estrenando milenio, en el 2000 se llevaron a cabo unas reformas y se ampliaron las instalaciones, ocupando tres dependencias de la de la Cultura “Diego Hidalgo”.
La biblioteca se trasladó definitivamente en el 2011, en la antigua Cámara Agraria, donde se encuentra en la actualidad. La biblioteca “Aniceto Samino León”, lleva el nombre del fallecido cronista de la villa y es un espacio moderno, luminoso y funcional, donde se conjuga lo clásico y la modernidad.
Cuenta con cinco salas de atención al público:

  • Sala infantil y juvenil.
  • Sala de adultos.
  • Sala de hemeroteca.
  • Sala multimedia.
  • Sala polivalente.
  • Además de tres mostradores de atención al público.

UBICACIÓN, HORARIOS Y CONTACTO

La biblioteca tiene dos accesos, el principal se encuentra en la Callejita Ramos, 1 y el otro en la Plaza Teniente Carrasco, 1, en Los Santos de Maimona (06230)

  • Horario de invierno. De lunes a viernes
    Mañanas, 11:00h a 13:30h
    Tardes, 17:00h a 19:30h
  • Horario de verano. De lunes a viernes
    Mañanas, 9:30h a 14:00h

Puedes ponerte en contacto con nosotros:

Pretendemos satisfacer las demandas de información y formación de todos los/as ciudadanos/as de Los Santos de Maimona que acudan a la biblioteca y atraer a la población que no usa este servicio. Desde hace muchos años realizamos programas de fomento de la lectura en nuestro servicio cultural para conseguir afianzar el papel que la biblioteca tiene como centro de recursos bibliográficos y otros soportes multimedia.

Intentamos captar nuevos usuarios y fidelizar los que ya lo son, incentivar la lectura en los/as niños/as, en los/as jóvenes y en las personas adultas, con riesgo de exclusión y con necesidades especiales, aumentar los préstamos a domicilio, etc.

  • Atención al público (Adulto, juvenil e infantil)
    Todas las dudas o consultas sobre el uso de los distintos servicios que presta la biblioteca serán resueltas por este servicio. El carné de socio se hará en este servicio con la presentación de dos fotografías a color tamaño carné.
  • Información bibliográfica y de referencia
    A través de los catálogos o del personal de la biblioteca podrá conseguir información sobre cualquier obra que le interese.
  • Préstamo individual en sala y a domicilio
  • Los adultos y los jóvenes podrán retirar los libros en préstamos a domicilio durante 20 días prorrogables según la demanda y los niños por un periodo de 10 días igualmente prorrogables previa presentación del carné de socio.
  • Préstamo colectivo
    Los centros escolares, entidades, instituciones y asociaciones sin ánimo de lucro de Los Santos de Maimona podrán solicitar temporalmente el préstamo de los fondos de la biblioteca (según disponibilidad de ésta)
  • Préstamo interbibliotecario
    Los libros no disponibles en nuestra biblioteca podrán ser solicitados a otras bibliotecas locales, regionales, provinciales, etc. Estos libros sólo podrán ser consultados en la sala, no se prestan a domicilio y conllevan unos gastos asumidos por el solicitante.
  • Formación de usuarios
    Este servicio forma a los usuarios con el fin de que conozcan en profundidad cuales son los servicios y recursos didácticos, informativos y de ocio que ofrece la biblioteca. También enseña cómo están clasificados y organizados los libros en las estanterías para hacer al usuario más independiente en la búsqueda de la información deseada.
  • Fomento y animación a la lectura
    Anualmente se realizan actividades de fomento y animación a la lectura como encuentros con autor, representación de marionetas, exposiciones, actividades de narración oral (cuenta cuentos), visitas guiadas… dirigidas a los niños, jóvenes y adultos.
  • Acceso público a Internet
    Los adultos podrán acceder a Internet a través de ocho ordenadores de sobremesa o si lo prefieren con sus propios ordenadores portátiles podrán hacer uso de la Wi-fi.

La biblioteca ha participado en las Campañas de Dinamización Lectora convocadas por el Ministerio de Cultura, Federación Española de Municipios y Provincias y la Fundación Coca-Cola “Juan Manuel Sáinz de Vicuña”.

Ha resultado galardonada en varias ocasiones, hay que reseñar el Tercer premio en la VII Campaña con el proyecto titulado “La lectura, motivación de los jóvenes”,  Finalista en la X Campaña con el proyecto “Celebrando el XXV Aniversario en la Mansión de las Sombras” y Finalista en la XV Campaña con el proyecto “Lecturas en las sombras”

Además ha resultado galardonada con el primer premio en la modalidad, Mejor programa de fomento de la lectura realizado por bibliotecas públicas de Extremadura en el XI Premio convocado por el Plan de  Fomento de la Lectura en Extremadura 2013 convocado por la Consejería de Educación y Cultura, con el proyecto “Lecturas en las sombras”

El acceso a la biblioteca es libre y gratuito. El comportamiento debe ser correcto y se aplican las normas fundamentales de civismo y buen comportamiento.
Es imprescindible el carné de socio para poder utilizar el servicio de préstamo a domicilio. El carné es personal e intransferible, para ser socio, únicamente son necesarias dos fotografías en color de tamaño carné y tener mínimo 6 años. Éste carné tendrá una vigencia de 5 años, trascurrido este plazo habrá que entregar dos nuevas fotografías actualizadas. Es necesario que se comunique a la biblioteca los cambios de domicilio y/o teléfono de contacto.

Actualmente sólo se pueden consultar nuestros fondos en el catálogo manual, ya que estamos en proceso de informatización. No obstante, para cualquier consulta sobre si tenemos o no un documento, u otras dudas puedes consultarnos de diferentes formas:

Bienal Literaria 2021

Os dejamos las obras premiadas en la IV Bienal Literaria de la Uva Eva Beba organizada por el Excmo. Ayuntamiento de Los Santos de Maimona

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ALIENTO CON SABOR A BESOS ESTANCADOS

 

Como a mi tita se le cayó el pasado en un barrizal turbio en donde se le mezclaron los días con los años, en cuanto se enteró de que el Árbol Gordo estaba más seco que el esparto, le dio por aventar unas vomitonas de picardías tan agrias que espelechaban a los jilgueros y arañaban hasta en los oídos más recios. Para que la garganta no se le abrasara con esas llamaradas de blasfemias, tuve que recetarle sorbitos chicos de una historia que solo era creíble cuando las horas de amor pesaban más de sesenta minutos. La historia contaba, tita, que cuando en la empresa alemana de los Playmobil los muñequitos salían deformes y contrahechos, todo el mundo sabía que a Felisa, la Dulcera, le estaba dando otro ataque de añoranzas. Allí sabían que cuando la morriña estrujaba el pecho de Felisa Cordón como se exprime un acordeón menguante, los monigotes de plástico salían tan desfigurados que el director quitaba a Beethoven del hilo musical, llenaba el aire de la fábrica con música de redobles de castañuelas ñoñas, y esperaba a que la Dulcera soltara esos chorros de penas frías con los que congelaba las máquinas y desfiguraba a los muñequitos.

A Felisa, tita, le olía el paladar a cilantro y a menta cruda desde el momento que se guardó en la alacena de su boca un ajuar de besos  bordados con el nombre de Leandro  Castilla. Y para que no se le apolillaran, los oreaba en las tardes de añoranzas susurrando en el oído de la maquinaria que en toda su vida solo había dado dos besos de amor; dos, solo dos, y se lo contaba con tanta melancolía que los muñequitos de pistoleros salían tapándose la cara para que los comanches no los vieran llorar de pena. Y a golpes de suspiros escarchados, tita, los días alemanes de la pobre Felisa se le fueron haciendo espesos y pastosos hasta que una tarde cualquiera de muñecos retorcidos, su mundo se cuajó como el calostro cuando escuchó su nombre por los altavoces de la fábrica. Fräulein Felisa, suba a dirección. Fue allí cuando conoció el invento del Walkman, y después de que el director le explicara que aquel achiperre musical sabía guardar las angustias con el mismo  esmero

que se recogen las sábanas nupciales, le suplicó, por todos los dioses bávaros, que grabara sus penas en la cinta y que no les llorara más a las máquinas porque sus lágrimas arenosas arrastraban tanta tierra que estaban atascando los engranajes.

Y mientras Felisa ahorraba y moqueaba en los escaparates del norte en donde se vendían esos artilugios de grabar desdichas, en los campos del sur, tita, todo el mundo sabía que cuando las viñas olían a perrunillas calientes, Leandro Castilla se había cortado vendimiando otra vez. Las heridas de aquel hombre olían a piononos caseros desde que la Dulcera se le metió de puntillas en las venas y con solo dos besos de amor le dejó para siempre la marca de sus pisadas de azúcar en la sangre. La noche de septiembre que Leandro y Felisa se tocaron por primera y por última vez en la penumbra del Árbol Gordo, quedaron cosidos por dentro para siempre cuando solo tenían la edad de los besos imborrables. A Leandro Castilla se le llenaron los labios de anzuelos finos con los que pescó tantos sabores en la boca de ella que se le clavó para siempre en la sangre el olor de las roscas fritas de la Dulcera. Felisa Cordón le robó el aire de los pulmones a Leandro mientras lo besaba como quien desatasca un fregadero, y se le pegó con tanta fuerza al cielo del paladar un sabor profundo a viña fresca y a regato de huerta que nunca más pudo distinguir lo dulce de lo amargo. Pero cuando los sarmientos de esa emoción juvenil se les empezaron a rizar entre la celosía de las costillas, se dieron de bruces contra los desperdicios de sus sueños en cuanto supieron que los padres de la Dulcera habían encontrado trabajo en una fábrica de muñequitos de Alemania. Se decía, tita, que la pobre Felisa lloró tanto que sus lágrimas fueron cambiando de camino para no marcarla con correnteras en la cara. Y se contaba que Leandro Castilla se aventó a las viñas a puerta gayola para pulirse los bordes cortantes de aquel amor hecho cachinos, y para que no se le empolvaran los besos, cerró los labios y no volvió a abrir la boca hasta el día que llegó desde Alemania un paquetito postal con un artefacto musical y con  el nombre de Felisa Cordón en el remite.

La mañana que Leandro se puso aquellos auriculares de diadema por encima de la gorra, habían pasado cinco años sin saber de ella. Cuando en medio del campo escuchó la voz de Felisa diciéndole que estoy sujeta solo por el pellejo porque la sosa cáustica de tus besos me está disolviendo el esqueleto, la sangre de Leandro se recauchutó con sabores almibarados y las viñas se fueron inundando con un aroma tan espeso a almendras garrapiñadas que el resto de la cuadrilla temió que Leandro se hubiera fileteado en lonchas finas de mortadela. Y al compás que los recuerdos le correteaban por las venas como perros recién desatados, las llagas de una hemorragia interna fueron atufando el campo con un aroma tan intenso a bollas de chicharrones que, durante muchos años, en los mentideros de las resolanas se creyó a pies juntillas, tita, que las uvas de aquí, las nuestras, se azucaraban más que otras porque se maceraban en el olor a arrope de melaza que se escapaba por las heridas de amor de aquel hombre.

Con el paso del tiempo, Leandro Castilla perdió la costumbre del habla porque se guardó las palabras tan adentro que nunca las encontraba cuando las necesitaba. Y el silencio lo hizo tan indeciso que la cabeza se le quedó redonda de darle vueltas a los sabores de aquel amor imposible, y después de años de dudas, decidió devolver un mensaje instrumental grabando sin orden y sin letras los sonidos de nuestro campo. Y en un batiburrillo propio de los cacharritos de las ferias, grabó con el walkman un arrebujo hecho con el estrépito caliente de las chicharras, con el papel rugoso de los grillos y con el canturreo descuidado de los vendimiadores. Y en una tarde alemana tan sucia que hasta su arcoíris salió en tonos grises, llegó a la fábrica de los Playmobil un esportón de sarmientos trenzados y con remite del sur, llevaba una planta de viña fina envuelta en tierra y una cinta de casete grabada a mordiscos. Y en cuanto los soldaditos de plástico volvieron a salir con cara de no querer ir a la guerra, se silenció a Beethoven una vez más y se puso la cinta hasta que el ambiente de la fábrica se llenó con un calor postizo hecho de chicharras y de grillos.

Como en la fábrica sabían que los bálsamos no sirven para curar las penas profundas, sino que solo alivian en la parte del pecho en donde los recuerdos hacen rozaduras superficiales, a la desesperada y para intentar calmar el ansia añeja de aquella mujer, los trabajadores enterraron la planta de uva fina en medio de la maquinaria y al abrigo del plástico derretido. Pero de allí y bajo aquel sol de plastilina, solo brotó un jaramago espigado y penitente que buscaba los ventanales como los ahogados el aire. Y Felisa arrulló durante años aquella planta llena de recuerdos mudos, la calentó contándole mil veces la historia de una niña que solo había dado dos besos de amor, y entre muñequitos retorcidos y con un ajuar de caricias sin dueño apiladas en los estantes del pecho, esperó décadas a que aquella cosa lánguida diera uvas. Pero mientras esperaba, tita, el sonido del arrullo de las tórtolas y los canturreos del campo le fueron rastrillando la memoria y le amontonaron los recuerdos delante de los ojos tantas veces que acabaron escondiéndole la realidad. Y cuando se le empezaron a mezclar las vivencias con los sueños y la vejez empezó a abrirle grietas en las certezas, se acabó creyendo que aquellos muñecos retorcidos no eran lacras ni vicios de las máquinas, no señor, sino que eran sus recuerdos de niña que habían venido de visita. A Felisa, tita, se le empezaron a curvar los renglones la tarde en la que le dio por gritar que los pistoleros que salían rindiéndose, solo eran camareros de cantinas sin bandeja, y que aquel futbolista oscuro y   patizambo tenía que ser el gitano moreno que vendía lotería en Vistahermosa.

Y años más tarde, cuando los huesos se le hicieron de esponja y cuando algo se estaba yendo de su cabeza para no volver, una escoria cruda y de un verde forrajera brotó en el techo de la fábrica. La vendimiaron y se la entregaron con los ademanes que se entregan las coronas de reina de las fiestas. Pero aquella anciana a la que el aliento le empezaba a oler a besos estancados, la hizo mosto con el ansia de los que se asfixian, y con una alcuza de hojalata engrasó la maquinaria inyectándole el caldo en el centro mismo de los engranajes escocidos. Y aunque el mosto rezumó por las juntas y las máquinas empezaron

a rechinar como quien mastica pedernal, Felisa creyó que se habían ido de viaje al sur caliente, que el olor a quemado era el de las cantinas de la Virgen, creyó que el tracateo de las bielas era el retumbo de los altavoces del Ramo y que, para celebrar las fiestas, la maquinaria quiso sacar de sus tripas a una figurilla más deforme y familiar que ninguna otra. Un muñeco fortachón y moreno cetrino había venido de visita; como tenía la cabeza redonda de darle vueltas a un amor imposible, la boca cerrada para que no se le escaparan dos besos de amor, y estaba partido por la mitad como todos los vendimiadores, Felisa no dudó que aquel muñeco era Leandro Castilla que había venido a buscarla.

La jubilaron en una tarde fría porque en la fábrica creían que masticar tantas desdichas daba muchas ganas de cambiar el mundo. Y siguiendo el rastro de los suspiros que se le cayeron en la ida, se volvió andando para que le diera tiempo de ir dejando todas sus miserias por el camino. La noticia del regreso le provocó al Leandro una subida de azúcar tan grande que fue aventando olores a mañanitas de hornazos hasta que las manos se le engurruñaron como a los Play. Llegaste en invierno, tita, tan sola y tan hueca como la campana de la ermita, y cuando te enteraste de que al Leandro se lo habían encontrado en medio de las viñas con la sangre cuadriculada y tieso como el plástico frío, diste la vida por vivida. Y como no te gustaba que la gente pasara frío en los entierros, tita, me dijiste que estabas esperando para morirte en primavera. Y mientras esperabas me pediste que cuando vomitaras picardías amargosas te contara una historia que le recordara a Felisa Cordón, a mi tita, que se le habían clavado para siempre en el centro del alma dos besos de amor con sabor a campo, y como no parabas de vomitar, te la conté tantas y tantas veces que el Árbol Gordo se acabó enterando y se dejó roer por dentro por un ataque de piojos y de cucarachas para que, cuando lo viéramos mustio y seco, supiéramos que desde que la Dulcera empezó a bucear por la sangre del Leandro, aquí, las historias de vinagre tienen un regusto a vino dulce  porque  nuestras uvas,  con queso o sin queso, siempre sabrán a tus besos, tita.

A POR UVAS

“… Y el balón besó la red, suponiendo ese gol el único tanto del partido y la victoria para los de Villafranca que, pitado el final por el réferi, recibieron la copa donada por el Ayuntamiento de manos de unas elegantes y bellas señoritas. De nuestro enviado especial”. El “Tigre de Vistahermosa” cerró el Hoy sin ganas de releerlo, lo dobló y lo dejó encima de la lustrosa barra del bar Castilla que hoy acusaba, con menos clientela de la habitual, la típica resaca tras día de fiesta. Apuró su vaso de vino con sifón, salió a la calle y tomó el camino de casa dispuesto a descansar porque mañana, bien temprano, había faena y, como había dicho una vez don Serapio en misa, “la mies era mucha.

Las que eran muchas, y de verdad, eran las uvas. Paso a paso sus pies recorrían la acera, sin olvidar la advertencia de su padre, quien le había pedido que afilara bien los corvillos, limpiara los esportones y que, junto a la vieja bota, el cántaro del agua y unas latas de sardinas en conserva que su madre había comprado donde Antonio el de Demetria, lo echara todo en el carro, que había que seguir vendimiando –¡y cuántos días iban ya!– a la mañana siguiente. Pero la cabeza estaba en otro sitio. Don Miguel les había hablado de que en ese gran estadio cabían cerca de cien mil personas, y de que desde lo alto de la gradona no se reconocía bien a los jugadores. Él había estado allí, una vez, poco antes de que le dieran su destino de maestro en el pueblo; pero lo recordaba todo perfectamente. Al llegar a Los Santos, un poco nostálgico de aquella febril afición nacida en el norte, había querido formar un equipo con algunos niños de los mayores de la escuela, junto a otros zagalones que ya la habían dejado para ponerse a trabajar y arrimar a casa unas pesetas –cual era su caso– y unos pocos estudiantes, casi todos en la Normal de Badajoz, que

como “legión extranjera” –así los llamaba él– volvían por Navidad, Semana Santa o el verano. No recuerdo muy bien ni cómo ni cuándo fue, pero una tarde Timoteo, Antonio, “el Beren” y los otros le dijeron que les faltaba un portero… y allá que fue él, decidido, a ofrecerse al maestro.

No le costó mucho convencerlo. El trabajo agrícola le había dotado de unos brazos fuertes, unas manos grandes y unos buenos puños para agarrar o despejar el duro balón de cuero. Era, por otra parte, espigado y desenvuelto para saltar ágilmente y vocear a los defensas. Y sobre todo era recio, a fuerza de arar, podar, binar, descollar, expurgar, desnietar, sulfatar y vendimiar las vides, o levantar esportones de aceitunas, cuando era su tiempo, a los carros. Unas condiciones, en suma, parecidas a las de los ferrones que de inmediato supo apreciar don Miguel.

Y todo ello lo mejoró con días, semanas y meses de entreno. Y es que cada tarde, después de acabar las clases los unos y volver de la faena en la obra o en el campo los otros, los ponía el míster a hacer interminables tablas de ejercicios gimnásticos suecos a ritmo de silbato; o a correr largas series por el camino del cementerio, o a subir por la empinada cuesta de San Cristóbal y bajar a la torre de san Francisco, ya en Zafra, y volver. Y siempre a “parar, mirar y pasar” la pelota –pues había método, y era ese– en una cancha improvisada en las llanas o muy suavemente alomadas eras que  circundaban la villa. Pero lo mejor era cuando, entre dos cepas, que nadie supo nunca cómo habían crecido allí, el joven cancerbero se ponía a atajar los chuts de unos, de otros y del maestro, entre sublimes zamoranas, estiradas volatineras y feroces atajes de la presa esférica, siempre entre esas dos cepas, que le hicieron pronto acreedor a su selvático apodo futbolístico: el “Tigre de Vistahermosa”.

Los sucesivos partidos que don Miguel fue concertando con equipos de los pueblos del rededor –que por aquel entonces habían aflorado tras el fichaje por el Atlético de Madrid de un chico de Badajoz, un tal Adelardo, con renovadas ilusiones de progreso en ese fútbol de provincias– dieron rodaje al equipo, disciplina al colectivo, brillo a las individualidades, empaque al juego y algo de distracción –pues todo hay que decirlo– a las abúlicas tardes de domingo santeñas. Pero regalaron, sobre todo, aquel extraño ágil aplomo, de partido a partido, a la agigantada figura del “Tigre de Vistahermosa” que, sin que nadie reparara en ello, oficiaba siempre un mismo ritual: arrojaba al suelo, sobre la encalada línea de gol, unas pepitas, fruto de su rebusco furtivo entre los dos extraños parrones de beba, enterrándolas con el pie; y, como por  arte de magia, una palpitante fuerza telúrica hacía brotar desde la raíz de la misma cepa misteriosos zarcillos, hojas esmeraldas y orondos racimos de uvas que se entretejían y cerraban el hueco entre los tres palos del arco con una invisible, sarmentosa e impenetrable red. Así, exorcizado, se fraguó –según dicen– su seguridad, su imbatibilidad, su leyenda… y, de hurtadillas, su secreta admiración por Eva. Esta, con sus risueñas amigas y pese a la tajante prohibición de su padre, quien por su atávico tradicionalismo desconfiaba de aquellos jóvenes sportmen, comenzó a rondarlo un poco clandestinamente al oír el rumor sobre aquel fenómeno de los encuentros prediales y vespertinos. Y pronto su cabeza estuvo en otra cosa. Lástima que no hubiera allí un Tinoco, un Santiago Morato o un Ramón Fernández para plasmar con sus pinceles aquel incipiente Idilio en los campos de sport con parral de fondo que había empezado a brotar entre el prometedor arquero y la hija del respetado propietario rural.

Y fue el caso que al caer una tarde de agosto, mientras en la radio de la barbería malsonaba de fondo una tediosa coplilla, dos descoloridos ases del balompié fijados con celo a la pared fueron testigos de cómo “el Beren” informó al “Tigre”, acomodado en el sillón frente al espejo y medio ensoñado por la rítmica danza de las tijeras y el recuerdo de Eva, que don Miguel había organizado un extraordinario partido para la víspera de la Virgen. También le había dicho que, por amistad con Andrés el de la imprenta, un repórter se desplazaría a hacer una crónica con “afotos” –por ser fiel a sus palabras– de la fiesta y del match para la principal cabecera periodística de la capital. Y lo que de suyo era bueno, se tornó solo en regular a los ojos de nuestro amigo. Una mención en el periódico, del que el padre de Eva era impenitente lector, tal vez podría entreabrirle las puertas a una consideración diferente; pero, aun siendo casi festivo, era tanta la uva por recoger que ese día necesariamente tendría también que vendimiar y difícilmente podría llegar a tiempo para la hora del encuentro. Así se ponían las cosas.

Ni siquiera la abundante lluvia de una fuerte tormenta nocturna estival aplazó la tarea de recoger, desde el comienzo del albor, tanto fruto como había ofrecido esa fertilísima cosecha. Ya antes de llegar el día, una interminable fila de acémilas y carros aguardaba junto a aquellas viñas, en el confín mismo del término, a ser colmados hasta más allá de los límites de sus varales. A destajo, capazo a capazo, una montaña de uvas fue llenándolos a todos y cada uno de ellos, mientras en el enlodado suelo la interminable tarea de aquellos afanados sísifos –porque más vendimia aguardaba, cuanta más se iba cargando y más carros llegaban– le hacía temer seriamente la imposibilidad del feliz cumplimiento  de  sus  planes.  Y  fue  solo  un  lejano  eco  de  víspera  en   las

campanas del pueblo el que, bien pasado ya el almuerzo, desanudó sus cadenas y, ante las bocas abiertas de cuadrilla y manijero, lo impulsó a dejar la senara y activar al tope el exigente metrónomo de las pedaladas que, sobre su algo desvencijada y chirriante bicicleta, siempre y cuando cruzara por el puente tipográfico del glorioso partido de su vida, habrían de acercarlo a Eva.

Embarrado, sudoso y en la tarde polvoriento, el triatleta del esportón, el manillar y el balón apenas tuvo tiempo de echar un fugaz trago del caño de una alberca cercana, antes de enfundarse súbitamente jersey, short, medias, rodilleras y guantes, calzarse borceguíes y calarse una chula gorra ante la apremiante mirada de don Miguel, cuando ya formaban en el centro del campo sus amigos y adversarios con el trencilla en medio. Más de medio pueblo ávido de espectáculo se había acercado para verlos; incluidas ella y sus carialegres amigas. Pero, como en tantos y tantos partidos –pues solo con embustes y exageraciones de cronistas y locutores están bellamente contadas las mil y una horas muertas de hastío y sopor futbolístico– nada reseñable pasó esa tarde, salvo aquello que mi memoria jamás podrá olvidar: con ojos solo para Eva, despechadas y celosas quedaban las uvas que, iracundas, volvieron la cara a aquel tornasol de carne, quien, descuidando el arcano sortilegio de sus pipas – con que como persignado alejaba en cada presencia bajo palos el mal fario de lo posible y lo imposible– esa tarde saltaría sin red. El otrora seguro y selvático coloso del 7,5 por 2,5, no ya en gato, sino en tímido ratoncito devino. Con el corazón encogido, indeciso y medio pasmado, miró aquel esférico rey  del juego, insondable meteoro que atravesaba el área de parte a parte, entrando en su ya desnuda portería, mientras él, observando por el rabillo del ojo al plumilla escribir con la estilográfica en su bloc, salía a por uvas.

– ‘Los blancos son los besos; los tintos, el sexo’, ¿cómo se le ocurrió esta frase? –dice una voz de mujer.
Estamos alojados en la más alta suite del Empire State Building. La habitación –que casi ocupa una planta entera y que cuenta por centenas su superficie– ha sido transformada, a toda prisa, en una suerte de plató de televisión. Quien acaba de leer uno de nuestros más conocidos eslóganes es la periodista mexicana Amanda Waller, designada por la revista Times para hacerme la entrevista que se incluirá en
el número del que yo seré portada.
Porque me han elegido ‘Hombre del Año’. A mí, a alguien que se ha hecho famoso en el mundo entero por haber cosechado un fulgurante éxito como productor de vinos. Y eso estaría genial si no fuera porque yo, de vinos, nunca he entendido gran cosa. ‘De vino sólo se bebérmelo, y hasta eso lo hago mal’, solía decirle a Alba, entre risas, cuando ella, cargada de paciencia y dulzura, intentaba enseñarme a catar una
nueva cosecha.
Porque ella, Alba, sí que tenía un don para la enología. Nos conocimos en la Universidad. Ambos estudiamos una carrera, Medicina, que, en realidad, nos provocaba bastante indiferencia. De hecho, de no habernos encontrado el uno al otro, seguramente la habríamos abandonado. Pero ambos éramos descendientes de sagas de médicos de renombre y hay veces en la vida en que, aunque uno, borracho de juventud, crea lo contrario, no tiene elección; nuestros padres estaban dispuestos a pagarnos una formación superior, incluso enviándonos a Madrid, siendo, como éramos, los dos residentes en ciudades menores, pero sólo si continuábamos con la tradición familiar.
Imagino que tanto Alba como yo dimos por hecho que esto de la Medicina terminaría por gustarnos o que antepusimos la vida en la capital al sueño de una trayectoria profesional con la que sentirnos realizados. Sea como fuere, la realidad es que, aunque proveníamos de lugares muy alejados del centro del país, nos trasladamos a Madrid por un mismo motivo y, unidos por un similar rechazo a los estudios, terminamos por acercarnos, comprendernos y, al final, enamorarnos locamente.
Los años de carrera pasaron, como suele ocurrir, con altibajos. A las épocas de diversión y alegrías, le sucedían las horas de estudio y bibliotecas, siempre aderezas por la implacable presión de unas familias que intentaban salvaguardar, a toda costa, el prestigio asociado a sus apellidos.
El verano en que, por fin, nos licenciamos, tuvo un sabor agridulce. Mi tío díscolo, ese bohemio escritor frustrado, amante de las buenas costumbres, el mejor comer y la compañía de hombres en una época en que la homosexualidad aún era un tema tabú, acababa de fallecer y me dejaba a mí, su sobrino favorito, además de un buen colchón económico, una pequeña hacienda en Zamora; apenas un caserón de una planta y una hectárea de vides.
Alba y yo lo tuvimos claro desde el principio: habiendo cumplido ya con las exigencias impuestas por nuestros progenitores y habiéndonos hallado el uno al otro, era el momento de empezar a vivir la vida a nuestra manera, olvidándonos de las costumbres, anhelos y expectativas de los demás. Así que nos fuimos a residir, en mitad de la nada, a mi recién heredada propiedad.
A veces las cosas ocurren así, sin proponérselo uno, sin siquiera habérselo planteado previamente, pero siendo ya del todo inevitables. Ser dueño, de la noche a la mañana, de un puñado de metros cuadrados de campos de uva, nos llevó a la conclusión inexcusable de que merecía la pena intentar producir nuestro propio caldo. Aunque ninguno tuviésemos idea alguna. Pero siempre habíamos sido dos entusiastas y, la verdad, empezar, juntos, un proyecto así, supongo que nos emocionó a ambos, que nos hizo soñar más allá de lo posible.
El nombre de la bodega, El Espíritu del Vino, se le ocurrió a Alba, o, bueno, más bien lo tomó prestado del álbum de un famoso grupo de rock. La verdad, yo iba, en todo este asunto, a su zaga. Ella era mucho más creativa, dinámica y hábil para todo lo que tenía que ver con la cosecha y la producción. Parecía tener una intuición innata a la hora de elegir barricas, uvas y mezclas. Era maravilloso verla pasear por entre los toneles, brincando de uno a otro haciendo pequeñas catas, eligiendo porcentajes para los coupages y sonriendo, satisfecha, al comprobar que una añada daba el listón que ella marcaba.
Pero la tragedia sólo es tragedia cuando cercena, de cuajo, una vida feliz. Una prueba rutinaria, una revisión médica que debería haber trascurrido sin mayor complicación, devastó nuestra calma. Alba tenía un tumor. Uno que no sólo le impediría ser madre sino que, además, terminaría con su vida en pocos meses.

Yo me vine abajo, claro, qué otra cosa podía ocurrir. Ella, sin embargo, pareció tomarse esos meses como la prórroga de la final de un campeonato de fútbol. Su ánimo no sólo no se mermó en un ápice, sino que, de hecho, se volvió aún más dinámica y activa, más intensa y más productiva.
Una noche, tumbados al raso sobre una manta mirando las estrellas, tras besarme la nuca, me dijo: ‘Los blancos son los besos; los tintos, el sexo’.

– ¿Y los dulces y los espumosos? –pregunté yo.
– Ésos son las caricias de después –contestó.

Esa noche hicimos el amor bajo la mirada atenta de la Luna.

Exactamente una semana después, falleció en nuestra habitación. Bajo ningún concepto quiso abandonar la hacienda. Y bajo ningún concepto aceptó otro enterramiento que no fuera el de ser incinerada para esparcir sus cenizas por el terruño. ‘Así viviré por siempre aquí, contigo. A tu lado, en nuestro vino’, me dijo en una de las pocas veces que hablamos del tema. Sin ella dirigiendo todo, la bodega empezó a venirse abajo. La uva parecía haberse imbuido de la tristeza que asolaba mi corazón y adquirió un extraño color ceniciento.

Su pulpa tenía un olor apagado y un sabor amargo. Yo estaba desangelado y me sentía sin fuerzas para, si quiera, intentar lidiar con un
mundo –el mío– que acababa de venirse abajo por completo. Una noche, una de esas en que ya casi quise acabar con todo, acabé deambulando –borracho, lo reconozco–, por nuestros campos y terminé por caer dormido en mitad del sembrado. Tuve un sueño, algo casi onírico. Alba me hablaba, me daba unas cifras. ‘40% Merlot, 30% Syrah, 30% Garnacha. Seis meses en barrica de roble francés, un año en botella. Ánima Petra, yo vivo en ella’.

Probablemente sólo fue el delirio de una mente ebria de alcohol y sufrimiento, pero a la mañana siguiente decidí apostar el todo por el todo a ese mensaje revelado en sueño profundo. Dos años serían el margen que habría de darle a la bodega. Un
órdago en favor de Ánima Petra. Sin término medio, todo o nada. Desde entonces, los sueños se han repetido. En distintos lugares de la hacienda,
pero siempre con similar esquema: Alba aparece, sonríe, me da indicaciones muy concretas y desaparece. No puedo preguntarle, no puedo hablarle. Es mi particular Virgilio que, en ese primer descenso a los Infiernos, me ha llevado ya al Purgatorio y ahora me espera en el Paraíso que habremos de recorrer juntos.

Su vino, Ánima Petra, ha sido definido como la más extraña de las rarezas de la enología. Un caldo incalificable, cuyas notas de cata varían, no sólo con la añada, sino, también con la botella; incluso dos copas servidas de una misma botella adquieren tintes muy distintos y no hay dos sumilleres en el mundo capaces de ponerse de acuerdo sobre los sabores y olores que este tinto evoca. Compota, cuero, naranja, frutos rojos, chocolate y vainilla. A cada uno parece traerle a las papilas sugestiones bien diferentes. Sólo en un matiz terminan por estar todos de acuerdo: hay un indudable regusto a ceniza, pero no uno amargo, sino placentero, casi dulce.

Y, ahora, estoy aquí, delante de una periodista que, a buen seguro, intentará rascar todo lo que pueda sobre el gran secreto que esconde la bodega El Espíritu del Vino. Sí, porque se trata de una de esas periodistas de nueva hornada: incisiva, audaz y que no ceja en su empeño hasta obtener lo que demanda.

Y yo soy un entrevistado facilón, porque, cuando no se tienen respuestas, o cuando éstas son muy evidentes, lo mejor es permanecer callado. Pero hoy no. Hoy ha llegado el día de quitarme ese halo de excéntrico introvertido que contesta a cada cuestión con silencios. Es la hora de sacar la verdad a relucir, por más imposible que parezca. Es el mejor homenaje que le puedo hacer a mi particular Ánima Petra,
a mi Alba Pellicer.

– ¿Está dispuesta a escuchar una historia inverosímil? –digo ignorando la pregunta que Amanda Waller acaba de realizarme.
– Desde luego, ésas son las únicas que merece la pena contar –contesta la mexicana sonriendo.

OFRENDA

Aquel día, el cielo estaba más azul que nunca. Los pájaros trinaban y las mariposas revoloteaban de flor en flor. En la pequeña villa, todos estaban despiertos desde hacía unas horas, y la actividad frenética de los trabajadores era contagiosa.
Julia había salido a tomar el aire fresco junto a su abuela. Era una niña enfermiza, pero hoy había algo que la hacía sentir mucho mejor.
—Mira, la buganvilla está brotando —comentó la abuela—. Qué suerte, llevaba sin dar flores desde antes de que tú nacieras.
—Puede que sea porque llega el verano.
—O a lo mejor es un presagio de buena suerte.
En aquel momento, alguien entró en la villa. Se trataba de un joven que vestía una túnica roja y tenía algunas hojas en el pelo. Enfiló el caminito y se paró junto a uno de los carros para preguntar al campesino que lo conducía. El burro de este, que normalmente se mostraba reticente con los extraños, le lamió la mano. Julia no había visto nunca antes a aquel muchacho.
—Abuela, ¿quién es ese?
No recibió respuesta, porque enseguida el misterioso sujeto se acercó a ellas.
—Buenos días. ¿Podrían indicarme si el pater familias está en casa?
—Claro; está al final del pasillo —indicó Julia.
El extraño agradeció la ayuda y, una vez que entró en la casa, la niña sintió una gran curiosidad por saber a qué había venido, así que se dispuso a seguirlo en secreto. Llegó a la sala en la que su padre atendía los asuntos de la villa; se quedó escondida tras la puerta, y pudo escuchar parte de la conversación.
—Señor, me preguntaba si podría tomar algunas de sus uvas para cultivarlas en mi hogar. No tengo denarios, aunque le prometo que su tierra estará siempre colmada de bendiciones si accede.
—Lo siento, joven, pero estos terrenos son muy difíciles de administrar. Tal vez te parezca que unas parras más o menos no hacen ninguna diferencia, pero te aseguro que necesitamos toda la cosecha para poder alimentarnos en el invierno, y lo que sobra lo utilizamos para hacer vino. Este año está siendo particularmente duro, y no puedo permitirme esto.
Nada más decir aquello, el muchacho salió de la habitación, visiblemente molesto. Julia vio como se perdía más allá de la entrada de la villa.
—Abuela —dijo, volviendo junto a la anciana—. Ese chico me da pena. Solo quería algunas de nuestras uvas.
—Si tú quieres, puedes ir a ofrecerle unas pocas. Sin embargo, no creo que debas desobedecer a tu padre —aconsejó ella—. Aunque hay algo extraño en ese chico, me da la impresión. Algo peligroso o sobrenatural.
Julia prometió tener cuidado y se apresuró a seguir la pista del misterioso joven. Se había adentrado en el campo, siguiendo una pequeña senda que lo llevaba a los viñedos que eran propiedad de su padre.
La niña tuvo miedo de que aquel extraño fuera a robar las vides. Al fin y al cabo, la prohibición no impediría que se largara con algunas uvas sin ser visto. Apresuró el paso y vio cómo el campo, lleno de vida, funcionaba como un hogar gigante para todos los seres que allí habitaban. Desde las flores del comienzo del verano, como las amapolas y las margaritas, que crecían allí donde hubiera sombra, hasta los insectos que se encargaban de polinizarlas o trepaban por los troncos de los árboles, pasando por los pájaros que cantaban en las ramas y los pequeños animalillos que se escondían en la maleza.
Julia no salía mucho de casa; era una niña débil y andaba con dificultad. Sin embargo, hoy era capaz de avanzar dando saltos, e incluso correr detrás de aquel extraño.
—¡Espera! —gritó cuando se había acercado lo suficiente como para que pudiera oírla—. Soy Julia, la hija del dueño de todo esto.
El joven se detuvo.
—Hola —saludó, y después añadió, nervioso—: No te preocupes, no voy a hacer nada malo. Es solo que…
Contempló con la vista los cultivos, las parras alineadas que había al otro lado del camino. Julia pudo observar en sus ojos la mezcla de tristeza y respeto que asaltaba al joven.
—He estado escuchando la conversación que tuviste con mi padre a escondidas —confesó—, y sé que querías tener acceso a las vides. Lo siento mucho.
—No lo sientas; tu padre es un hombre precavido.
El joven se adelantó y se acercó al viñedo. Se colocó junto a una parra y se agachó para acariciar su tronco. A Julia le pareció como si el arbusto se llenara de vida; las hojas empezaron a abrirse hacia el sol, y las uvas brillaron, repletas de su dulce jugo.
El muchacho tomó un racimo entre sus manos, y la niña se asombró de la delicadeza con la que lo acariciaba.
—Es solo que… Quería probar el vino que surgiría de estas uvas —suspiró—. Son excelentes, de muy buena calidad. Llevo mucho tiempo viajando, y nunca había visto una fruta como esta. ¿Acaso sabes tú de qué variedad se trata?
—Son uvas Eva Beba —informó Julia, orgullosa—. Mi padre dice que son únicas, porque solo las cultivamos aquí.
—Es una lástima no poder probarlas. Tienen que estar deliciosas.
Él se separó del arbusto, con algo de pena. Julia pensó que era un chico muy curioso. Había viajado por todo el mundo, se merecía como mínimo probar algo de la región. La niña alargó la mano y arrancó una uva del racimo. Era grande y verde, aunque en ella se adivinaba un tono amarillento.
—Salgo poco de casa, pero, cada vez que lo hago, mi padre me trae a los viñedos y me deja comerme algunas uvas. No creo que pase nada si hoy, en vez de tomármelas yo, las pruebas tú.
El joven alzó una ceja. Julia tragó saliva, porque en aquel momento se dio cuenta de que no se había fijado en sus ojos hasta ahora.
Eran rojos como el vino tinto, pero también como la sangre.
—Tu padre ha prohibido que me lleve las uvas; sin embargo, tú me las ofreces.
—Era un regalo. —La niña retrocedió.
—O una ofrenda —dijo él, mientras tomaba la baya verde entre sus dedos.
Lo siguiente que ocurrió fue algo que Julia no pudo entender. Durante un segundo, todo se tornó rojo, y sintió como una explosión. Al instante, el chico estaba levitando en el aire, mientras sujetaba una copa en su mano. En ella había vino, hecho con una sola uva… Pero suficiente como para llenar el vaso. Sus ojos estaban vacíos, aunque desprendían un fulgor escarlata.
—¿Qué?… ¿Qué eres? —preguntó la niña, asustada.
—¿Qué soy? Se me conoce de muchas maneras: Dionysos, Baco… Soy un dios. El dios de la vid, de la uva y del vino.
Julia se quedó boquiabierta.
—Y puedo afirmar que este es el mejor vino que he probado nunca, digno de servirse en el Olimpo. Aunque no me habéis ofrecido estas viñas, tu ofrenda me ha permitido degustarlas, así que, como gratitud, ya que también soy el dios de la fertilidad, dotaré a estas tierras de abundancia y haré que su uva sea reconocida en todo el mundo. Asimismo, curaré tus debilidades, Julia. Pero, como has desobedecido a tu padre, tendré que marcharme.
Dicho esto, desapareció en una nube roja, quedando a Julia con un millar de dudas. La niña volvió enseguida a la villa, y nunca habló con nadie de lo que había visto; pero desde aquel día vivió con la satisfacción de saber que la uva Eva Beba era digna de los mismísimos dioses.

AÚN QUEDAN MUCHAS TEMPORADAS DE VENDIMIA.

El aire que traspasaba su ventana abierta le traía el aroma característico del mosto transportándola a su época de vendimiadora. Cerraba los ojos y sentía a su padre y hermanos realizando los preparativos diarios que requería la vendimia. También recordaba a su madre, distribuyendo la prevención en cada una de las fiambreras: un trozo de tocino, otro de chorizo, otro de tortilla de patatas y un buen pedazo de pan. No variaba mucho de un día para otro. Quizá cambiaba la tortilla por dos huevos cocidos o por un filete empanado o tal vez algún muslo de pollo o conejo frito que sobrara de la cena. Habitualmente no echaban fruta, comían un racimo de uvas que era lo más lógico, aunque al padre le gustaba coger una manzana, pasarla por el pernil del pantalón haciendo amago de limpiarla y echarla en el macuto. Ella la ayudaba pero ansiaba acompañarlos a ellos, estar entre las cepas, tocar la uva fresca de la noche, entrar en las instalaciones donde descargaban tantas toneladas del preciado fruto, investigar sobre la prensa y el embotellado. Se admiraba con las historias que les contaban al volver a casa. Y no entendía por qué ella no podía entrar en ese mundo más que a la sala donde dispensaban el litro de vino que ella compraba diariamente para que ellos lo disfrutaran al llegar la noche.

—Esto no es para mujeres —le decían todos. Pero nadie sabía decirle el porqué.

—Si se necesitan manos, yo tengo manos —replicaba intentando imponer sus ideas.

—No es eso, Angustias, no son solo manos. Tienes que agacharte, doblarte incluso. Y eso, la espalda lo siente y se resiente — le respondía su padre para convencerla.

—También en el arroyo me deslomo cada día mientras os lavo vuestra ropa. No entiendo, no entiendo y no entiendo —lloraba de rabia e impotencia.

—¿Qué dirá la gente?  — respondía su padre.

Una noche, mientras ellos ya dormían, Angustias se levantó, fue a la cocina, sacó una fiambrera e introdujo en ella restos de la cena. Volvió a su habitación para tumbarse y se quedó en vela, temiendo quedarse dormida. Antes de que ninguno despertara, saltó de la cama, cogió unas botas viejas y ropa de uno de sus hermanos. Se vistió. De la cocina tomó una navaja, se la guardó en uno de los bolsillos del pantalón, cogió las alforjas donde había colocado la fiambrera y se sentó esperando a que apareciera el resto de la familia. Los ojos como platos se les pusieron a todos y cada uno de ellos cuando la vieron tan bien ataviada para la labor. Unas tímidas risas evolucionaron a carcajadas que pronto tornaron en rictus serios, intentando de nuevo explicar que aquello no podía ser.

—Lo he decidido y hoy os acompaño a la viña —dijo ella con decisión.

—Angustias, no puede ser. Las mujeres tienen que estar en su casa —dijo su hermano mayor haciendo gala de su puesto en la familia.

De pronto, la madre se puso en pie, cogió la mano de Angustias y con la mirada paseando entre los hombres espetó:

—Pues yo tampoco lo entiendo.

—Vamos a ver, Isidra. ¿Cómo vas a venir tú con esas ahora? —Le reprochó el padre, aunque de forma amable y respetuosa.

—Pues eso, que yo tampoco entiendo por qué nuestro lugar es la casa. ¿Y si no nos gusta lo que hacemos? ¿Y si nos aburre? ¿Y si nos gusta hacer otro tipo de cosas? ¿Y si Angustias es feliz haciendo lo que vosotros hacéis? — expuso la madre sin soltar ni por un segundo a su hija de la mano.

—¡Vaya felicidad! ¡Como que ir a la vendimia es como ir de veraneo! ¡Tendríais que probarlo! — sugirió el padre haciendo amago de girarse hacia la puerta de la calle.

—¿Tendríamos que probarlo? Pues yo quiero y no se me deja intentarlo — gritó Angustias con lágrimas en los ojos.

—Venga,  vente  con  nosotros.  Hablaré  con  el  manijero y ya verás las   risas

—espetó el padre.

—¿Por qué habrá risas, padre? ¿Crees que no seré capaz? Capacidad y entusiasmo por el trabajo, padre, capacidad y entusiasmo —le dejó claro Angustias a su progenitor.

—Sé que eres capaz de eso y de mucho más, hija. Me consta. Pero está el qué dirá la gente —contestó el padre cabizbajo.

—¿A mí qué me importa eso? ¿Tú me dejas que lo intente,? No te vas a arrepentir — dijo Angustias sin arredrarse. Y Antonio, mirando a sus hijos, no tuvo más opción que aceptar el desafío.

Así fue como, a partir de aquel día, Angustias fue al campo cada temporada de vendimia. Jamás tuvo nadie nada que reprocharle por su trabajo, aunque tanto algunos hombres como algunas mujeres cuchicheaban sobre el asunto. Ella entraba en las bodegas, preguntaba y, a veces, hasta echaba una mano

pesando en la báscula, prensando, embotellando o haciendo cualquier otra tarea propia de aquellos oficios.

Llegó el día en que se enamoró de un compañero que vendimiaba siempre en su misma cuadrilla; Matías, formal, respetuoso y coherente con sus ideas. Iban normalmente en el mismo lineo de cepas. También cuando se trataba de la poda, o de sulfatar. Formaban una bonita pareja con claros pensamientos de boda. Ella, para casarse, puso como condición seguir asistiendo al campo para continuar como siempre con las tareas que requiere una viña, cosa a la que Matías otorgó a regañadientes sabiendo que tendría que escuchar los comentarios de la vecindad. Pero Angustias tuvo que volver a rebelarse cuando llegaban los dos juntos del tajo y él se dedicaba a descansar mientras ella tenía que atender todas las faenas de la casa.

—¡No es justo, no es justo y no es justo! —protestaba.

—Angustias, ya te decían tus hermanos y tu padre que trabajar en el campo no es trabajo de mujeres —le rebatía Matías intentando calmarla.

—Nada es trabajo de mujeres o de hombres. Todos podemos hacer de todo.

¿Habéis tenido alguna queja con mi trabajo en algún momento? Supongo que si tú friegas, haces la cama o barres yo tampoco tendré ninguna queja. La clave está en querer hacerlo y organizarlo bien. Ser feliz con lo que se hace. Así es que, a partir de hoy, lo haremos todo compartido. Es injusto que yo sola cargue con lo que incumbe a ambos.

Matías, a veces a puerta cerrada, intentaba hacer las tareas del hogar, las cuales, igual que a ella, no le gustaban nada. Entonces se quedó embarazada de su primer hijo. Algo que ansiaba pero que iba a trastocar sus planes. Y

coincidiendo la vendimia con la fecha del parto, ese año no pudo asistir al tajo. Al año siguiente pensó en dejar al niño con su madre las horas que tenía que estar fuera. Ya lo tenía todo organizado.

—Si por mí no hay ningún problema. El problema es lo que diga la gente — aclaró él con un rubor en la cara.

Y por esa frase tan popular, tan dañina y por no ver a su marido avergonzado, tuvo Angustias que claudicar y quedarse en su casa. Volvieron a ser padres, esta vez de una niña. Se convirtió en una buena ama de casa, excelente madre y amante esposa, si bien le habían cortado algo que a ella le hacía muy feliz, estar inmersa en el mundo de la uva. Respirar sus diferentes olores dependiendo del momento y del proceso se convirtió en un lejano recuerdo, que recuperaba solo si de forma esporádica visitaba alguna bodega o daba algún paseo por el campo.

—¡Qué bien ha venido esa frase toda la vida! —murmuró Angustias postrada en su cama a sus ochenta años, mientras observaba, a través de la puerta de la habitación cómo su hija trabajaba con su ordenador llevando la contabilidad de una de las bodegas más prestigiosa del pueblo, quien la miró y le respondió también murmurando:

—No todo se ha conseguido, mamá. ¿No ves que estoy también controlando la olla exprés? Aún quedan muchas temporadas de vendimia.

LA TABERNA

Cada vez que íbamos a casa de mi abuela, se convertía en una excitante aventura, en la que no solo poníamos a prueba nuestra resistencia física, si no también todas nuestras capacidades de aprendizaje. Así por ejemplo pude saber, que la casa de mi abuela era una taberna y para que servía.
¡Obdulia! ¡Tráenos cuatro “chicas!, ¡que bochorno hace hoy! No se mueve ni una paja.
Ella, los miraba con ojos de mar, secos ya de lágrimas, y servía correcta, seria, semienlutada, mientras los hombres tomaban asiento en las vastas sillas con asiento de enea, con respaldo o sin él, dispuestas en el zaguán pintado entero de aguazul a excepción de la puerta del cuarto de Benigna y las niñas y que contrastaba con el suelo de baldosas rojas, con centro de cantos rodados para la entrada y salida de animales, tan blanco como las paredes de adobe con techos de maderos y cañas del resto de la casa.
Esas peticiones, la sacaban de su abstracción día tras día, casi desde que le ocurriera la terrible desgracia de quedar sola, a la deriva de la vida, con cinco de sus hijos, todos menores de edad, dos niños de 6 y 10 años, dos niñas 12 y 17 y Benigna 19 años. Desde entonces le daba vueltas y vueltas en su cabeza a la misma pregunta, clavada en el alma, sin que jamás saliera de su boca. ¿Por qué…? “Obdulia, ¡tráenos otras cuatro, que hoy aprieta el calor!”
A la izquierda del segundo paso estaba el mostrador frente al recibidor. Una especie de cajón dividido en dos partes por el cajoncito central, dispuesto en varios apartados que hacían de almacén para garrafas, botellas de varios tamaños, jarras y otros utensilios. Forrado por fuera con tablas verticales pintadas de verde carruaje y rematado por una chapa gruesa abrillantada por el uso. También tenía mi abuela una pequeña estantería a juego, donde apilaba los vasos para servir el vino, gordos y chicos, unas diminutas copas para el aguardiente seco, otras un poco mayores para las palomitas y demás licores, tazas y vasos para los sucedáneos de café, además de una jarrita con las cañas, que pinchadas en el tapón de corcho de las botellas, servían para
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beber vino a chorro. Y todo, bien tapado para que las moscas no los infectaran, pues “¡¿sabrá Dios donde habrán estado?! Como solía decir ella.
Algunas de esas sillas de madera barnizada, eran de tijera, y se conformaban en torno a la mesa camilla, eje fundamental de convivencia. En ella, se alternaban tanto las comidas familiares como las de la clientela y pasaba, en segundos, de un servicio a otro. Por momentos, mesa-comedor; en otros, fábrica de cigarrillos caseros, vendidos posteriormente a distintos precios, según el tabaco que llevaran; en otros suporte del trasvase de vino desde las grades garrafas a las distintas botellas para su consumo, justo después de ser refrescadas en barreños de cinc llenados con agua fría recién sacada del pozo más cercano.
Las sillas ocupaban las estancias y las vidas de los moradores de la casa, más que acostumbrados a compartir su tiempo con los asiduos, renunciando a buena parte de su intimidad. Más aun, en fechas señaladas como las de la feria ganadera, que se celebraba durante tres días a partir del 15 de Agosto en la era y su entorno, hasta que le cambiaron la fecha al 5 de Agosto, desnortando la tradición de feria ganadera para reemplazarla por una fiesta liviana en contenido y llena de exhibicionismo de poder pasajero, instaurado a fuerza de armas.
No obstante para la casa-taberna y sus moradores era todo un acontecimiento, debido al reencuentro anual con sus clientes los tratantes y compradores de ganados, las sillas entonces incluso proseguían por el patio sombreado por un frondoso y enorme parrón, que llegado su tiempo se cuajaba de racimos de uvas granates, grandes y dulcísimas siendo compartidas por y para deleite de todos.
“¡Obdulia! ¡Tráenos ahora una da litro con vasos! ¡Las uvas de tu parrón están buenísimas!
Obdulia compro su casa frente a la era porque estaba acostumbrada a vivir en el campo durante los veranos y en posadas en los inviernos debido al trabajo itinerante de su marido, mi abuelo Ángel, de Víctor el hijo mayor de ambos, Francisco hermano mayor de mi abuelo y Daniel yerno de este y a los que conocí, solo de oídas. La era fue el particular jardín de mi abuela y en
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ocasiones proveedora de vegetales silvestres comestibles, fue su horizonte nuevo, su estabilidad, su alegría cada vez que salía a la puerta y respiraba aire puro le daba la vida.
La abuela se levantaba temprano y se aseaba pensativa, en su habitación en ese tránsito de tiempo en el que sucede, que el alba recoge su melena estrellada en trenzas frente a los espejos de la luna y el sol, con largos dedos suelta el negro corpiño de la noche. A esa hora todos los días y como el alba, ella también recogía su largo pelo blanquecino en un moño redondo y prieto con la misma destreza con la que serviría, un rato después en la taberna.
“¡Obdulia! ¡Ponme un aguardiente, rápido que voy con prisa!”
Y servía los licores mañaneros o las tazas de achicoria con cafetón, con algún dulce casero a los hombres que pasaban por su casa tantas mañanas camino de algún sitio. Cazadores de conejos y perdices, ranas y lagartos; recolectores de setas y espárragos, tagarninas y romanceras; rebuscadores de uvas y aceitunas, garbanzos y espigas de cereales etc…Toda una diversidad de clientes y una oportunidad de alimentos, que ofrecía el campo, en aquellos años y que para obtenerlos solo había que ir a buscarlos, levantándose bien temprano, saber el lugar y patear a la intemperie durante horas las tierras de Dios
Alrededor de la hora del ángelus, a eso de las doce del mediodía, comenzaban a llegar los hombres a la taberna tratando de apaciguar las inclemencias del tiempo y las duras faenas campesinas y de otros oficios artesanos, albañiles, zapateros , guardas de campo y civiles, piconeros…, todos, se quedaban el tiempo justo, el necesario o el sobrante para tomar un chatillo con aceitas, una botella chica ¼ de litro individual con queso fresco, una mediana ½ L. con caña y compartida, con una tapita de arroz con almejas, o una grande 1L. colectiva para grupos, su caña y dos o tres vasos chicos y una tapita de caracoles, o tiras de bacalao crudo en salazón, compaginados con altramuces. Un paréntesis en la monotonía diaria para comentar entre ellos los acontecimientos recientes.
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Al regreso del mercado de abastos, también entraba alguna que otra hortelana para venderles productos de los que daba el tiempo y también regalarles flores, rosas, azucenas, cilindras, para dejar un recado para alguien o simplemente, a dejar un encargo que alguna vecina le hicieran el día anterior. Tomaban un vasito de agua fresca con sifón, para proseguir hasta su casa o huerta ya cercana, un poco más descansadas. La mayoría de sus vecinas a comprar vino para la comida o para que sus maridos lo tomaran en casa tranquilos. Todo un trasiego diario, en el que solo tenían tranquilidad algunas horas, en las que hacían cosas más personales como coser o lavar ropa, replantar o sacrificar algún animal etc..
La taberna era una parada, un refrigerio, un respiro en la interminable jornada laboral era un punto de encuentro, de conversaciones, de información. El centro neurálgico de un barrio donde se compartía las penas y alegrías, los silencios y los sueños imposibles y allí contaban historias de “aquello” que les había tocado vivir y recordaban a todos los que les había tocado morir, por “aquello”. Aquello. La guerra y sus consecuencias. Aquello innombrable, prohibido, silenciado y sangrante todavía por todo el país y de lo que allí en la taberna, si podían hablar, aunque fuera en voz baja por si acaso, con una cierta libertad. Y todo bajo la atenta mirada y permanente sonrisa de tres chicas con traje de época, junto a una más, envuelta en la bandera Republicana inmóviles, dentro de los cuadros verticales que custodiaban el espejo
“¡Obdulia! ¡Anda no me mires así y sirve otra ronda por aquí. A esta invito yo!”
El vino que servía mi abuela era puro, fresco, afrutado tanto blanco como tinto, uno de los mejores vinos a granel del pueblo, comprado en la más popular bodega de entre todas las que había por aquellos años, en el pueblo. Sus efluvios, exaltaban las conversaciones de la clientela, que entre botellas y chatos daban lugar a debates sobre el sabor, olor, grados y transparencia de los vinos saboreados y se hablaba de bodegas y viñedos, del deseo y sueños de tener uno propio
Aquellos hombres apegados a la tierra tenían sabiduría innata y seguían teniendo hambre de tierra. Porfiaban de cómo había que coger el racimo ya maduro, para no dañar la uva. Decían, el racimo debe cogerse por la parte superior y separarlo de la cepa, entonces y solo entonces, se
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cortara con certero tajo de navaja y así uno a uno, cepa a cepa, viña tras viña hasta no quedar rastro alguno del fruto sobre las tierras, solo las cepas gritando su orfandad al otoño venidero…
Se volvían a entonar para comentar como durante el invierno dejarían descansar a las viñas, una vez podadas y dormirían bajo las estrellas, hasta la primavera siguiente, arropadas por los vientos, bañadas por la luz solar y los rayos lunares esperando las estaciones, deseando el regreso de las lluvias con ellas se repitiera el milagro de volver a poblarse y vestidas de verdes, encumbrar otra vez las tierras y festejar de nuevo el verano. Solo así se volvería a repetir ese ciclo mágico de la vendimia, extracción de los caldos, fermentación de los mostos, reposo y terminado final de los vinos año tras año, hombre tras hombre, siglo tras siglo… Solo así…
Y seguían hablando, de la destreza y de la velocidad en llenar los esportones, de cómo debían de doblar el lomo o de la posición de las piernas, para que la dureza del oficio les fuera más leve, de aquel, que acabaría primero la hilera de parras, como si de una prueba olímpica se tratara. Todos sabían que, una vez finalizado el corte de la temporada, verdaderas corrientes de entusiasmo surcarían el aire nocturno de la taberna, mientras se tomarían el descanso necesario para poner a tono el cuerpo, como verdaderos gladiadores antes de saltar a la arena del circo.
Ya tendrían tiempo de sentarse con “el” y pasarse horas contemplando aquellos cuadros verticales que Obdulia se había negado a descolgar de la pared mientras ella ocupara su casa.
Cuando ella se fue a la tierra, lo hizo convencida de encontrarse con todos y cada uno de ellos. Los arrebatados a la vida, sin vivirla. Solo eso seguía queriendo y obtener respuesta a la pregunta que llevaba clavada en el alma. ¿Por qué…? ¿Por qué llega a suceder, a veces, que el odio es más fuerte que el amor?
Y una parra autóctona, brotó de su tumba abrazando su lápida, su cruz, su libertad…
¡Por Ti tabernera! Repartidora de vinos, cordura y amor sobre todas las cosas.
¡Llena otra vez Obdulia, que nos vamos!